lunes, 8 de febrero de 2010

FEDERICO, o la intolerancia.

Aún me pregunto, ¿cómo es que alguien puede convertirse, de la noche a la mañana, en un completo imbécil?
Entró un semestre, con una mirada alegre, una mirada joven: esos muchachillos impresionables que se creen artistas legítimos, pero que aun así, resultan de lo más simpáticos, precisamente por eso, por sus sueños de una ingenuidad limpia, por sus aventuras tan de su edad, eso quiere decir: borracheras ilegales en su propia casa, el primer porro, el primer beso, casi la sociedad de los poetas muertos.
Así que yo le hablé, como es de suponer. ¿Cómo es de suponer? Yo ya lo sabía: mi siguiente amor platónico, mi siguiente obsesión. A uno le gusta enturbiarse la vida así de fácil. Un tierno seseo en su voz, un tierno estrabismo (y digo tierno porque en realidad yo soy un viejito amargado y pervertido de 45 años, a mis 19).

Pero su mente sufrió una ruptura, es en serio. Su novia, tal vez la primera, cortó con él. Y, aparte de llorar, la estupidez, cual líquido efervescente, tomó posesión de él. Comenzó a cortarse. Comenzó a no querer vivir.

Lo peor fue la recuperación. Creyó que levantarse de una caída era estar iluminado espiritualmente. Se declaró gurú. Acusó a los demás de ser "esclavos del sistema". Todo un Jodorosky atlético. Wilde tiene razón, la belleza nunca quiere decir sabiduría, y no es un reproche, lo juro, es sólo una confirmación.

Dejé de hablarle: intolerancia; la mia. Esas personas son las más inhumanas y desesperadas, y las que terminarán cayendo en lo más bajo del mundo de los adultos, caminando entre los cadáveres pavorosos de los antiguos sueños y de su sombra anterior, la que ya no ven al espejo, la que perdió sus músculos fabulosos.

Si niños: es bueno confeccionar una cordura para la vida que viene.

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