lunes, 16 de agosto de 2010

Que se mueran los feos




Boris Vian nace el 10 de marzo de 1920, en Ville-d´Avray, un lugar que puedo imaginarme como un suburbio de calles empedradas. Hijo de una familia culta, su madre toca el piano y el arpa y su papá es traductor e ingeniero. La salud de Boris Vian es frágil y sus nervios son atacados por fiebre reumática y por tifoidea. Una crisis económica sacude bellos departamentos y provoca que el padre de Boris tenga que trabajar por primera vez a los 36 años y que cambien de residencia. Se mudan a la que era de Yehudi Menuhin (esas coincidencias son una constante en la vida de los grandes, Herzog cuando era niño conoce a Klaus Kinski sin saber que era Klaus Kinski, y etcétera).

A pesar de los traspiés y de las carencias, Boris resucita con la vitalidad de todos los estereotipos de la época (atleta, jazzista, estudiante luminaria, asistente de todas las fiestas en las que haya fuentes de vodka y bombas de serpentina) y se vuelve una de esas incansables máquinas artísticas, uno de los tantos malabaristas que logran mover entre sus manos disciplinas distintas.

Su trabajo estuvo dentro de los cánones de la literatura decente por algún tiempo, por sus tintes autobiográficos (es una manía aceptar como ficción solida aquella que es testimonial) y por que sus cuentos son editados en una revista de Jean Paul Sartre. Pero era inevitable que el halo del cine noir le hiciera un guiño, crea el pseudónimo brillante de Vernon Sullivan y escribe Escupiré sobre tú tumba. Se trata de una audacia de alter-egos, ya que el propio Boris figura como traductor de la obra. La novela es censurada por la violencia y el sexo contenidos, y por el género impuro en el que está escrita. Esto provoca que su bibliografía completa sea atacada y vista con incredulidad.

Y es cierto, las tramas policiacas siempre son ninguneadas no sólo por las altas y marmóreas figuras del medio, sino por lectores aficionados en busca de la cultura más limpia, los que tienen en sus repisas a Saramago, a Homero y a Borges (alta contradicción, ya que Borges era partidario de la idea de la literatura como mero artificio, como un conjunto de elementos eficientes y estructurales: la escritura en función de la escritura).

Quien escribe una buena novela negra, es, por default, un buen escritor. Las imágenes de persecuciones y de sorpresas, las imágenes en las que se abren los maletines y las de los bares en los que se bebe whisky deben alcanzar "un cierto realismo", que, nada más y nada menos provocan auténticas sensaciones en el lector. Sensaciones y no pensamientos profundos, es raro que un libro pueda pasar a la categoría de lo sensorial. Además, existen ciertos matices, ciertas sombras carbonizadas, como los juegos de máscaras de personajes que se infiltran en ciertas operaciones, y no siempre es un sólo disfraz, difuminan su personalidad en otras, y sus mentes se ven perturbadas por los muchos reflejos que poseen. También pueden ser el punto de partida ciudadanos promedio, algo desata una psicopatía que de por si cargaban gracias a sus infancias de atmósfera ácida (abundantes padres o padrastros militares, o palacios costosos de los que no pueden salir, en los que deben quedarse pensando hasta el dolor de cabeza), las vidas que cambian de un día para otro; todo esto descrito con ojo de orfebre para los detalles, un sólo gesto o una sola frase pueden revelar más sobre la psicología y procedencia (véase al Guy y al Bruno de Patricia Highsmit). También dioses sentados en tronos de terciopelo, líderes de imperios subterráneos que hasta después de muertos mandan la sombra de su presencia, como el elegante Don Corleone. Siempre habrá histeria y personalidades múltiples, apariciones y desapariciones y traicioneros a los que se les aparecen fantasmas, temas que, como diría Ford Copolla, "son tan violentos desde Shakespeare". Pocos géneros pueden mantener una sola idea y construir universos autónomos. Pocos géneros proponen con sencillez problemas morales, al borde de alcanzar el nivel de alegorías como en "The Bad Lieutenant".

La salud de Boris Vian se ve deteriorada. Se pelea con la productora que iba a filmar una de sus novelas. La película, tal vez es tan mala, que hizo que a Boris le diera un infarto en el estreno, al que asistió de incógnito. Su obra es reconocida años después, una baraja de adolescentes que se ven envueltos en las más turbias aventuras con mafias cuya arma es la manipulación genética y de “lobos-hombre” que son prostituidos en hoteles. Pero el género será siempre acusado de ser vendido en puestos de periódicos.

Hijos míos, no es lo mismo un folletín pulp que una novela de Boris Vian. No es lo mismo la taquigrafía que el trabajo literario. Ciertos lectores se delatan de poco analíticos cuando censuran algo que tiene que ver con detectives.

No hay comentarios:

Publicar un comentario